Hoy cumplo cincuenta
años. Medio siglo.
Y los cumplo muy lejos de mi país de residencia.
Estoy en
Australia, negociando una nueva forma de llevar a cabo muchas de las tareas más
engorrosas del hogar. El Bot-24 es el mejor robot que he diseñado en toda mi
vida, es capaz de realizar labores como barrer, cocinar, fregar, planchar y
hasta incluso arreglar ciertas averías de electricidad y fontanería.
Mi mujer, mi hija y yo
vivimos en Inglaterra. Yo paso poco tiempo en casa debido a viajes como este, o
porque el laboratorio me atrapa más de lo que ellas querrían. Mi esposa se pasa
el día sacándole brillo a la Visa Oro y quién sabe si también poniéndome a
parir con sus hipócritas amigas. Mi hija pasa por completo de los estudios, consume
marihuana sin control y practica el sexo varias veces al día a poder ser con
distintas personas.
Tengo ganas de volver a
mi país, a pesar de la belleza de esta peculiar isla, y es que como en casa no
se duerme en ningún lado. Tenía la hora de llegada a las diez de la noche, más
la hora de trayecto en taxi desde el aeropuerto, se harían las once pasadas
cuando soltara mi equipaje en mi morada.
La resolución a la
negociación iba a hacerse esperar por lo menos dos semanas más, yo quería
haberme llevado mi particular regalo de cumpleaños, pero por causas mayores,
tendré que aguantar el tipo, rezando todo lo que sepa para que finalmente mi
firma y la del grupo inversor queden plasmadas en el papel.
No he recibido ni una
sola llamada para desearme feliz aniversario. Yo siempre he alardeado que a mí,
esas cosas me importan poco, que mi cumpleaños es un día como el de ayer o
probablemente como lo será el de mañana. Quizás sean los cincuenta redondos, o
quizás sea la distancia mezclada con la nostalgia de estar tan lejos de mi
tierra. Quién sabe si los tés y las pastas, el pastel de hígado, el ver buen
fútbol en directo o el simple hecho de bañarme a escondidas en el Támesis, haga que hoy me encuentre más sensible de lo habitual. Años anteriores no
fueron como para enmarcarlos, de hecho no eran muy diferentes a este. Mi mujer
me regalaba cualquier cosa, en la que se asegurara que viniera gratis algún
lote de cremas innovadoras de triple acción, o novelas eróticas premiadas en
algún certamen de a saber Dios dónde. Y mi hija me regalaba pijamas en los años
pares y colonias en los impares, así que este año tocaba colonia, ahora sólo me
tocaba confiar en que no repitiera al menos la misma de los últimos cinco años.
La espera en el
aeropuerto, la amenizo rellenando autodefinidos y leyendo algunos libritos de
relatos cortos que compré minutos atrás en un kiosco. Sigo sin recibir una sola
llamada. Del laboratorio era de esperar, te absorbe de tal manera que olvidas
hasta lo que comes ese mismo día. A mí me ha pasado muchísimas veces con otros
compañeros del trabajo. Mis padres hacía más de una década que fallecieron y
soy hijo único. Los vecinos están para lo que están. Para presumir de lo poco
que se equivoca uno y de lo mucho que gana otro, no están para alegrarte el día
a tantos kilómetros de distancia. El banco, la revista Sci-fi y el Arsenal FC habrían enviado su carta formal típica de
cada año para felicitarme, pero también me separa un largo camino de ellas.
Quedan cerca de dos
horas para coger el avión y he finiquitado todos los pasatiempos y relatos, y
para colmo, no me queda ningún puro. No he podido fumarme ni un solo puro de
calidad, para eso reconozco ser un poco sibarita, pero es uno de mis pocos
vicios caros.
Miro nuevamente mi
teléfono móvil pero sigue el fondo de pantalla tal y como ha estado desde que
me levanté. Ni la presencia de dos azafatas de muy buen ver, ni la de un grupo
de universitarias que, si estuviera soltero me hubiese quedado hasta con la que
sobrara de todas ellas, me borra el pensamiento triste que tenía incrustado a
fuego en mi cabeza.
Por fin aterrizo en
Londres y me subo a un taxi con unas ganas tremendas de llegar a casa. Hasta me
da por pensar que todo es una trama para darme una sorpresa, ¡Claro! Tiene
lógica, cumplo una edad especial, en un estado de salud óptimo, y con
posibilidades de aumentar considerablemente nuestro poder adquisitivo si la
negociación acaba por consumarse. Sonrío con la vista perdida en el asiento de
atrás, ante la atenta mirada del chófer que me observa por el retrovisor
interior.
Llego a casa bajo la
intensa lluvia que se había iniciado cinco minutos antes, pago al taxista y le
dejo el cambio para que se tome una cerveza a mi salud. El jardín estaba
hermoso, habían cortado el césped y hasta se habían permitido el lujo de podar
dos setos, uno en forma de cinco y el otro en forma de cero. Son las once y
media y hasta me siento nervioso para abrir la puerta de mi propia casa. Abro
lentamente debido a la pesada maleta, maleta que suelto nada más entrar y
comienzo a saludar incisivamente.
Ni caso. Bueno ni caso, formará parte del
circo y de mi sorpresa. Me acerco al sofá y encuentro a mi esposa tumbada con
crema untada por toda la cara y dos rodajas de pepino cubriéndole los ojos,
dormida como un tronco, roncando como un jabalí, y con una botella de ginebra
vacía en el suelo justo debajo de ella. Respiro hondo, dejo mi bufanda y abro
la caja de madera donde guardo los puros. Ni el cortapuros queda. Ni me
acordaba. Y son casi las doce de la noche.
Subo las escaleras y a
mitad de ellas comienzo a escuchar gemidos algo disimulados pero no lo
suficiente como para que no los oyera. Me acerco a la habitación y me va
llegando un olor a porro mezclado con flujos y sudores. Mi hija se lo está
montando con dos hombres a la vez, con la
puerta abierta. Y chillar, está chillando, no sé si de dolor, de placer o de la
mezcla de ambos, lo que se le oye poco por la almohada que tiene en la boca.
Me dirijo a mi
habitación sin quitarme de la mente las dos imágenes más deplorables de toda mi
existencia y al abrir la puerta se enciende una luz acompañada de una efusiva
felicitación.
¡Sorpresa! Dos lágrimas recorren mi cara para morir en
mis labios y tampoco sé si de la tristeza acumulada o de la sorpresa que
enfrente tenía.
Un puro Cohiba Behike
de la mano de un cortapuros con mi nombre grabado. Una entrada para un Arsenal
– Real Madrid, final de la Champions League en el palco y una carta desde Rusia
de un grupo inversor interesado en destinar muchos de sus petrodólares en mi
patente de los Bot-24, decoraban la cama como jamás me hubiera imaginado.
-Espero que le haya
gustado señor, aunque sé que debo mejorar mi habilidad de jardinería –dijo mi
especial Booty-24.
Como no van a querer
invertir por él, si acaba de proporcionarme la mayor alegría que jamás haya
podido experimentar. Y aún con lágrimas en los ojos, abracé a mi singular
mayordomo y encendí el puro mientras me acompañaban los ronquidos de la señora,
los gemidos de la señorita y la intensa lluvia formando una de las bandas
sonoras de toda la historia, más frívolas y superficiales.