31/3/14

Crónica III: Entrevista de trabajo

Me levanto, me pongo una camisa y unos pantalones más que presentables y me dirijo hacia el lugar en dónde me van a hacer una entrevista de trabajo.
La chica que me citó, bien podría haber sido mi madre, mostró tanto cariño que pensé que me iba a invitar a comer.
Era... El elegido...
Una hora, varios atascos y algunos kilómetros después llegué al lugar. Llego a dónde me habían llamado, expresamente a mí, para ofrecerme ese puesto de trabajo.
Era algo más que el elegido...
Era... El elegido para ese trabajo.
Primero descubro que aparcar no es fácil y sobretodo no es gratis.
Nada más salir del coche, un casi policía, me reta con la mirada.
Sí, un casi policía, de esos que multan por no poner un trozo de papel en el salpicadero del coche.
No tengo suelto así que decido pedirle cambio al hombre que susurraba a los conductores.
Me dice que no me preocupe, que en esa calle los aparatos ya permitían pagar con tarjeta.
Le digo que pagar con tarjeta si a cambio vas a poder vestirte con el pantalón que te lleves, o vas a poder comer por el menú que te comas sí, pero que tarjeta porque sí, pues no.
Pues no, me contesta. No tengo cambio.
Así que voy hasta el modernísimo aparato y pongo mi tarjeta.
Se precisa mínimo de ocho euros.
No, perdona. Vengo a una entrevista, no a pasar la noche.
Miro el reloj y me quedan cinco minutos para llegar al lugar.
No puedo hacer esperar a la gente que ha puesto tal confianza en mí. A la gente que ha decidido descartar a tantos parados por mí.
A chuparla. Saco el ticket. Ocho euros menos.
Un paquete de tabaco y casi tres cafés menos.
Un cubo lleno de tercios con sus tapitas menos.
En fin, dejo el ticket en el salpicadero. Pero lo dejo girado para que el psicópata de la gorra se partiera el cuello al leerlo.
Llego al edificio y toco al interfono. Ni me preguntan. Abren directamente, probablemente ya ansiosos por tenerme ahí.
La entrada presenta una alfombra roja. No hacía falta, la verdad. Soy de todo, menos ostentoso.
Me aborda una mujer de físico espectacular. Tampoco hacía falta, pero puestos a poner, que me recibiera en ropa interior habría sido clave para mi decisión final.
Me pregunta mi nombre y mi DNI. Yo le pregunto su dirección y su teléfono.
Me manda a la mierda. Lógico, aún no le han dicho quien soy...
Toco la puerta de las oficinas y al abrirme veo más gente en la sala de espera que el día que Franco la palmó.
¿Y esta gente? Sí que le va bien a la empresa... Cuánto personal.
Una chica se acerca y dice que en breve pasamos todos dentro de la sala.
Joder, menos mal que nadie puede leerme el pensamiento. Mira que no saber que esa gente era mi equipo. Mira que no saber que estaban ahí para escuchar a su líder. Joder...
Me acerco a un hombre, ya mayorcito, y le digo que no se preocupe, que yo sí creo que la veteranía es un grado.
Me manda a la mierda. Otro.
Uno que empieza mal. No será porque no lo haya intentado, luego se quejará de que no ofrecen cosas dignas en este país.
Junto al Sean Connery de la era comercial, hay otras dos personas. Una chica sudamericana, joven y bien vestida y un hombre de mi quinta.
Ese será el escollo. Desde el primer momento me saboteará por envidias varias. Se lo puedo ver en la mirada.
Ella no me preocupa tanto, al fin y al cabo, no me ha mirado ni una vez y eso es que se está haciendo la dura...
Nos llaman y entramos todos a la sala. La mujer nos empieza a hablar sobre la búsqueda de varios perfiles para un puesto de trabajo.
Nos mete un discurso que bien podría haber sido equivalente a dos de los ocho euros del puto ticket de parking.
Acaba el sermón pidiéndonos nuestra experiencia profesional en la venta.
Sean Connery decide contarle su vida comercial y no comercial.
Sean Connery consigue que, al salir de allí, vaya a todos los videoclubs a alquilar las películas del susodicho y anticipe las fallas de Valencia.
Sean Connery se permite el lujo de dar hasta pena, que si a su edad, que si no hay oportunidades...
Turno del aspirante a macho alfa de la manada. A ver que se inventa...
Dice que ha tenido varias empresas. Bueno... ¿Y dónde están?
Porque yo también he tenido dos hámsters. Y unas gafas carrera. Y ya no están. Y tampoco voy por ahí dando la paliza.
Me dejan para el final. Le toca a Pocahontas.
Madre mía... Que se pone a llorar.
Sean Connery y el macho alfa se levantan a consolarla y los tres no me quitan el ojo de encima. Me están llamando insensible en toda la cara.
Que sí, que sí, que a mi no me engañan. Que puedo leerles la mente.
Que no le mientas a un mentiroso.
Que no le times a un timador.
Después del momento Hay una carta para ti, todos vuelven a sus sillas.
Parecía poco más que una terapia de grupo.
Yo estuve a punto de hablarles sobre lo malo de la droga y los excesos en general.
Pero no pude. Acabé mi entrevista coral o grupal o cómo coño se les llame.
Me levanté y me fui. Lo hice después de que me dijeran que ahí lo del sueldo fijo ni de coña, vamos...
Pues si cada día tengo que venir aquí, entre comprar pañuelitos para Pocahontas, tilas para tragar al imbécil del macho alfa y tapones para no oír a Sean... ¡Ah! Y el ticket de la hora... ¡Mierda! ¡El puto ticket!

25/3/14

Dorada etapa

Hoy miré mis manos...
Hoy vi a un hombre mayor... No pude esclarecer su edad, no quise hacerlo...
Volví a mirar mis manos, engalanadas manos.
Vi que ese hombre dormía, o no quería ver nada, no quería verme a mí.
Nariz ancha, piel algo morena y barba grisácea, como el pelo de la cabeza que asomaba tras la gorra.
Posé mis manos en mis piernas, descansando éstas...
Como aquel hombre, que descansaba en el banco de la estación tumbado...
Miré mi mano izquierda y vi un reloj de aguja, de aguja y de oro. Y en el medio vi mi anillo de oro, una alianza de matrimonio, un matrimonio que algún día fue y otro día dejó de serlo, ese anillo tiene justo un año más que yo... Entonces alcé la vista y miré al hombre mayor...
Volví en mí y miré mi mano derecha. Una pulsera hecha a mano y un anillo de oro con dos iniciales, AJ.
El hombre movió su brazo, sin despertar, y su mano izquierda, mostró la alianza entre éstas y sus guantes rotos por los dedos. Unos más tapados que otros, quizás cosidos de mala manera con aguja e hilo pero siempre fieles, siempre puestos. Su otra mano se extendió con la palma abierta y me acerqué...
Tomé su mano derecha por la muñeca y no sentí pulso, intenté despertarle sin suerte, saqué mi móvil y llamé a un teléfono de urgencias, pero abrió los ojos y cogiendo mi teléfono lo colgó.
Su pulso volvió a descender lentamente y llegó su hora, él supo su hora...
Cerré sus ojos con mis manos y me subí al tren rumbo a otra ciudad, rumbo a otra etapa, quizás una dorada etapa...

24/3/14

Alma y espíritu

-Cuénteme, desde su primera experiencia hijo –dijo el cura.
-La primera vez estaba nervioso, no sabía si también me dolería a mí, sabía que a ella sí le iba a hacer daño y ambos éramos primerizos en esas sensaciones. La segunda vez sabía que pasaría, lo noté al cruzarse nuestras miradas. La tercera vez se resistió y me costó mucho más, pero llegue al clímax como nunca antes había llegado. La cuarta vez necesitaba nuevos estímulos así que decidí juntarla con la quinta vez y fue una subida de adrenalina, y eso que pensaba que no daría la talla, que no sabría ni por dónde empezar, pero al final se convirtió en un día inolvidable para los tres. La sexta la recuerdo ya más por aburrimiento, como una manera de saciarme el deseo. La séptima…


-Está bien hijo –interrumpió el párroco-, puede darle al botón verdugo, queda claro que no se arrepiente de ninguno de sus pecados, no podría seguir aquí escuchando todos los detalles de sus veinticuatro víctimas, que nuestro Señor le ampare en alma y espíritu.

21/3/14

Crónica: Me meo, joder


Entro de golpe en el coche y cierro de un portazo. La lluvia está aumentando por momentos y después de haber hecho un sol radiante durante todo el día, no llevo paraguas ni chubasquero que me ampare. Me pongo el cinturón, enciendo la radio y arranco el coche.
Giro a la izquierda, cedo el paso en la siguiente calle y salgo a la principal donde un semáforo en rojo me hace detener. El repiqueteo de la lluvia en el cristal me hace tener ganas de ir al baño. Aún queda, así que no pienso en ello. Reanudo la marcha en cuanto la luz verde ilumina mi cara. Entro en la rotonda, doy una vuelta de 180º y me meto en la calle de los chinos. No es que pertenezca a ningún chino, pero está minada de negocios asiáticos. Ponen tiendas de ropa y artículos una al lado de la otra. Se ve que allí no miran lo de la competencia. O todas las tiendas pertenecen a un gran chino, claro. La lluvia no cesa y eso hace que inconscientemente recuerde que debo pasar por el baño.
Al final de la calle tuerzo a la izquierda de nuevo y después repito maniobra a la izquierda. Paso los grandes almacenes y pongo el intermitente para cambiar al carril izquierdo ya que a escasos veinte metros veo un coche parado en doble fila con las luces de emergencia.
 Cuando uno busca la palabra amabilidad en el diccionario, no te habla en ningún momento de momentos al volante. Nadie me deja avanzar por el carril por mucho que haya querido cumplir las normas de seguridad vial, así que obligado me tengo que detener justo detrás del molesto señor Doble Fila. Reconozco que empiezo a mearme seriamente y que el hecho de estar sentado me alivia. Miro por el retrovisor y veo más luces que en un estadio de fútbol. Pasan tres, seis, ocho, y hasta diez coches bajo mi atenta mirada. Nadie frena para dejarme pasar. Todo el país se llamó esta mañana. Se dijeron que yo iba a estar atrapado en una calle detrás de un coche mal aparcado. Hablaron de que no iba a aparecer la policía para multar al infractor que impedía seguir mi camino o en su defecto hacerle circular, así que qué mejor momento para pasar todos, absolutamente todos, por esa calle. Me fijo y hay una cola tremenda de luces, es mi fin, mi destino describía que moriría atrapado en una calle normal, dentro de mi coche bañado en pipí de adulto. Cierro los ojos e intento concentrarme para aguantar. Intento no ser débil y salir a mear cual can. Yo tengo más clase, aunque si esto sigue así no aseguro nada.
Un golpe tremendo me hace abrir los ojos. Justo detrás veo que la larga cola ha frenado debido a una colisión entre ellos. Ni parpadeo. Arranco haciendo derrapar las ruedas y dejo atrás esa maldita calle.
Toca buscar aparcamiento. No es tarea fácil y evidentemente, cuando necesitas de verdad, es cuando no esperes que haya. Doy una vuelta por las callejuelas secundarias y a lo lejos, después del cruce, veo un hueco. Me detengo ante la señal de ceda el paso. Si lo sé, ni me paro. A mi derecha venía un Seat Panda, del año que España ganaba Eurovisión y al volante quizás, la creadora del certamen musical.
La buena mujer tuerce en la dirección que iba a tomar e ipso facto inicio yo mi marcha. Las ganas de mear se me habían camuflado. Ya tenía parking y estaba en casa. Lo había pasado mal pero todo acaba.
No me lo creo, la señora me hace pegar un frenazo de dejar mi cara casi tatuada en el volante. No ha puesto intermitente y tiene la grandeza de quitarme el sitio en toda mi cara. Y ahora sí que las ganas de abrazar el retrete cobran fuerzas. ¿Quién le dio el carnet a esa mujer? Primer intento, ¡Uy! Segundo intento, ¡Casi! Tercer intento, ¡Así ni lo sueñe! Cuarto intento, ¡Gire la rueda, gire! Pero gire… ¡PUM, bordillo! Quinto intento, doble colisión trasera y triple frontal y al son del pin pon aparca de aquella manera. No puedo más, necesito ya un sitio, aparcar, subir, y mear aunque sea por fuera de la taza.
Vuelvo a dar otra vuelta, me fijo en todo espacio de más de un metro vacío. Vado, vado, vado, minusválidos, vado, vado, otro minusválido, línea amarilla, vado, ¡Sitio!
Me sonríe la suerte ahora. En toda la puerta. Pongo mi intermitente, hago la maniobra y aparco a la primera. Si no tuviera la urgencia que tengo, hubiera subido a casa a por la cámara de vídeo y después de grabarme le entregaría a la señora Cuéntame la primera lección para estacionar un vehículo.
Empujo la puerta del portal y hoy, está cerrada. Hoy hay que abrir con llave. Hoy. Meto la mano en el maletín y a ciegas tomo la llave y entro. Hago como una fuerza imperiosa por dentro para retener el líquido que cada vez más noto que recorre mi cuerpo buscando una salida.
Vivo en el octavo piso. El ascensor está en el octavo piso. Sí, alguien con mala uva inventó lo de poner el letrero arriba de la puerta del ascensor para saber en qué piso está en cada momento. Para si vienes con prisa, te encuentres en la situación que estoy yo. Bailo con las llaves en la mano mientras miro descender los números y espero ansioso. Abro la puerta, entro y marco el número ocho unas siete veces. A ver si así se cierra antes la dichosa puerta de seguridad. Cuando era pequeño eso no existía. Veía pasar las puertas de cada piso por delante, y hasta mi hermana y yo, osados nosotros, poníamos la mano retando a nuestra suerte. Suerte que hoy, está claro, me abandonó en el momento que dejé la consulta del dentista.
Alzo el pie izquierdo, luego el derecho, sigo bailando, me la aprieto a través del pantalón, sufro, sufro mucho. Me detengo en el quinto piso. Mira que he pulsado doscientas veces el botón. Pues no, alguien se adelantó desde otro piso. Abren la puerta y me dicen que si bajo. Le digo no y que lo siento y me pregunta por mi madre. Yo también me estoy acordando de la suya pero no se lo pregunto. Salgo del ascensor y cortésmente le cedo para que entre y baje. Sonrisa falsa, le cierro la puerta sin escuchar lo que me dice y subo las escaleras de dos en dos y a la carrera.
Preparo la llave, la introduzco, no paro de bailar, llevo el ritmo incorporado. Giro y noto que no pasa la llave, no gira. ¡Bien! Alguien con pocas luces dejó la llave por dentro pasada. Toco el timbre. Reviento el timbre. Soy una mezcla de Safri Duo con Phill Collins. Mi madre abre y aún se pregunta que a qué viene tanta prisa, que voy a quemar el timbre. Le doy un beso casi deslizándome en su mejilla, suelto el maletín y abro el baño que está cerrado. Mi hermana grita y me dice que está ocupado. Pienso en la soberana idiotez de intentar abrir una puerta de un baño, ver que está cerrada y acto seguido oír la palabra ocupado. Le pregunto que qué le queda, que necesito entrar. Apaga el secador, abre y señalándome la taza del váter me mira diciéndome que no vendré meándome. ¡No puede ser! ¡¿Dónde está el maldito váter!?
Pienso en mear en el lavamanos, en la esquina del pasillo o en el escote de mi hermana. Mi madre me recuerda que por qué no hice mis necesidades en el dentista, que qué pasa en la consulta, que si no tienen baño o qué. Los que no tenemos baño somos nosotros. Bailo La Macarena, el Aserejé y algo de los Chunguitos. Me dice mi hermana que vaya a casa de la vecina que así ha quedado con ella hasta que mañana nos coloquen de nuevo el retrete.
Salgo al balcón, me la saco y meo ático abajo. Siento un alivio parecido al de un orgasmo. La presión en mi barriga noto como va descendiendo a medida que voy meando. Meo y meo con la cabeza echada hacia arriba, los ojos cerrados y empapándome todo. Oigo de fondo a mi madre que qué hago, que si eso no es normal, que dónde aprendí ese tipo de cosas y que no la deje en evidencia.
Me la sacudo, la escurro y la guardo como un tesoro dentro del pantalón. Enfrente, me fijo en la cara incrédula de la vecina que me tiene enamorado, mirándome fijamente con el ceño fruncido y la mano en la boca. Levanto mi mano empapada de lluvia o de orín y la saludo. Sin responder cierra la cortina con gesto furioso y desaparece en el horizonte de mi mirada.

Compañía para viajar

El sol había decidido abandonar Ibiza durante la última semana y hoy, no iba a ser distinto. Las fiestas de Nochebuena y Navidad podríamos haberlas hecho en canoa y no hubiera hecho falta comprar agua, pues dejando la garrafa fuera tendríamos para todos los comensales.
Antes de que llegara el fin de año quise darle un vuelco a la situación y pasar un día tan especial con mi madre. Ella vive en Caracas, capital de Venezuela, y todas las fotos que ha estado colgando en las redes sociales han provocado en mi una envidia sana, de ver tanta playa, tanto sol y tanta mulata. Imaginé cómo debería de ser comerse las doce uvas sin camiseta y abanicándome, así que encendí el ordenador en búsqueda de un vuelo. Encontré uno para el día siguiente, tres días antes de Nochevieja, que hacía escala en Madrid. Me convenció, pues me daba tiempo de prepararme y llegar. Sobre todo por la vuelta, ya que día dos de enero ya estaría en Ibiza y es justo el día en que mis vacaciones se terminan. Lo contraté, bajé a la joyería para comprarle unos pendientes a mi madre, llevé a la perra a casa de mi padre para que la “adoptara” durante unos días y volví a casa para hacer una limpieza a fondo e irme a dormir, pues tenía que estar en el aeropuerto cerca de las siete de la mañana.
Sonó el despertador y me levanté como cuando mi madre me despertaba para ir al colegio, los días de excursión claro, como una moto. Me duché, me afeité, me tomé un café express y llamé a un taxi.
Hubiera preferido al típico taxista que se queja de las carreteras, crítica a sus compañeros de profesión y pone a parir a los políticos. Pero no, me tocó el taxista agorero y cenizo. Que si hoy no es día para volar, que si mire que aguacero, que si hoy fijo que suspenden vuelos, que si yo conocí una persona que también cogió un avión en estas condiciones y… Tuve que mandarle a callar, textualmente además.
El aeropuerto es el lugar que más gente hay a cualquier hora, lo tengo comprobado. Tuve la suerte de no hacer demasiada cola para facturar mi equipaje, cosa que se agradece. Aproveché a comprarme una bebida energética y un librito de autodefinidos y me fui a esperar a que abrieran las puertas de embarque.
El sonido de la chapa al abrir la lata despertó a la abuela que había sentada a mi derecha y captó la atención de una jovencita a mi izquierda. Me pareció adicta, pues sus ojos no pestañeaban ante los movimientos de mi lata. De mi boca al suelo y del suelo a mi boca.
Me dispuse a hacer algunos de los pasatiempos que había comprado. Acción o efecto de engañar. Engaño, sin duda, además concuerda que Letra española de una letra, es ñ. Me acordé de Marc, un amigo catalanista e independentista y me salió una sonrisa muda pero cierta.
“Pasajeros con destino a Madrid, del vuelo 024, embarquen por la puerta K08. Repito, pasajeros con destino a Madrid, del vuelo 024, embarquen por la puerta K08. Passengers…”
Me levanté, DNI en mano, y me puse a hacer cola. Una vez llegué al avión y tras el saludo hipócrita de las azafatas me senté con la suerte de tener ventana. Me puse el cinturón y apagué el móvil. Me gusta hacerlo nada más sentarme para que luego me dejen tranquilo tanto si duermo como si estoy inmerso en mis pasatiempos.
Al ser de los primeros en entrar, pude ver toda la fauna con la que iba a compartir vuelo. Conté cerca de cincuenta personas de las que algunas me llamaron la atención. Una monja, una japonesa muy bien vestida de marcas caras, dos hombres de raza negra muy guasones que no dejaban de reír, una pareja de estas pegajosas, el típico trajeado, un árabe sospechoso, un grupo de mujeres que, en una elección masculina, me hubiera quedado con la que sobraba, la abuela que desperté con, al parecer, su hija y la joven adicta a las bebidas energéticas. A mi lado se sentó un hombre que bien podía ocupar las dos plazas restantes, era totalmente obeso y le costó incluso entrar y acomodarse.
Me acordé del taxista, quizás estas otras cincuenta personas no son tan raras y el raro es él, que es un bocazas. Las azafatas empezaron a dar su discurso sobre si el avión esto, el avión lo otro. Siempre pensé que nadie les hacía caso, pero esta vez me levanté un poco del asiento y pude confirmar que, efectivamente, nadie les hace caso. Además el mito ese de que las azafatas son guapas es totalmente falso, ¡Por favor! Ni una de las tres podía alegrarme la vista.
Símbolo del sodio. N-a. En Bolivia, cabaña. Ya claro, a saber, siempre se las arreglan para meter una de estas. Gracioso. Gracioso que empiece por jota… ¡Jocoso claro!
El avión empezó a calentar motores por la pista justo cuando un destello por mi ventana me llamó la atención. El enorme trueno posterior me dio a entender que aquello no había sido una foto de un radar por ir rápido, sino un relámpago.
El avión despegó y comenzó su ascenso. Miraba por la ventana y solo veía nubes grises y muy opacas. De Ibiza ya no se veía nada y en tanto algún rayo deslumbraba por lo que decidí cerrar la cortinita y seguir con mis autodefinidos.
Pero en cuestión de minutos el avión empezó a hacer movimientos extraños, alguno por ahí atrás bromeaba acusando de borracho al piloto. Otros cerraban los ojos forzándolos mientras tragaban saliva. Y mi compañero de asiento sacaba de su bolso un bocadillo de chorizo.
La cosa empezó a ponerse tensa en el momento en que las luces se apagaron y el avión llegó a colocarse en posición totalmente ladeado. Se oían gritos de temor, gritos de dolor, gritos de incertidumbre y gritos de todo a la vez. Yo no sabía dónde meterme, abrí la cortinita de mi ventana y no se veía nada, todo estaba gris, todo oscuro y con muy mala pinta. El avión cambió de posición y quedó en posición de nuevo lateral pero esta vez a la inversa. El que gritaba ahora de dolor o de aplastamiento era yo. Mi compañero debido a la ley de la gravedad cedió ante el cinturón y empezó su particular lucha por partirme las costillas. Los dos minutos que duró esa posición se me hicieron más largos que un round de un boxeador. Se encendieron las luces de emergencia y el avión empezó a caer en picado. El terror se adueñó de todos nosotros, algunos se quitaron el cinturón pero acabaron por los suelos golpeándose contra todos los asientos y personas con las que se cruzaban. La gente encendía sus teléfonos para comunicarse con sus seres queridos. Yo estaba petrificado, no me respondían las piernas y volvía a mi memoria el taxista, aquel hombre que traté como un negativo de la vida era mi gurú, era mi salvador, el ángel que Dios puso en mi camino y yo no quise verlo. Se me caían las lágrimas, el avión cada vez iba más en picado y habían saltado las mascarillas del techo. Agarré una, me la puse de cualquier manera, no sabía que tenía que hacer, mi compañero estaba disfrutando de los últimos mordiscos que le quedaban a su bocadillo y parecía ajeno a todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor.
“Te quiero mucho  mamá, te amo con todo, el avión está cayendo en picado, vamos a morir. Entre llantos desesperados le decía una chica por teléfono a su madre. Los gritos de “vamos a morir” se adueñaron de todos nosotros, la gente no sabía cómo tenía que ponerse el chaleco. “Si vamos a estrellarnos, para qué queréis chalecos, ¡Vamos a morir!” Se oía discutir a una pareja. El avión volvió a tomar una posición lateral y de nuevo mi fino compañero me aplastó por completo. Cerré los ojos, noté como me crujían algunos huesos mientras seguía sonando la canción que empezó haría ya cinco minutos. Esa de llantos, gritos, golpes…
De repente el avión se estabilizó y se colocó en posición natural, las luces se encendieron y un silencio marcó a todos los que estábamos allí arriba. La gente tomó asiento. Todo parecía haber ido en la medida de lo posible bien. Algunos golpes, y sólo en mi caso, un terrible ataque de una apisonadora.
“Buenos días, les habla el piloto del…
Fue interrumpido de inmediato por una ovación, la gente gritaba de alegría, hubo un minuto de reloj de aplausos y gritos de torero, torero.


“Buenos días, les habla el piloto del avión con destino a Madrid. Al aparato no le ocurre absolutamente nada, repito, al aparato no le ocurre absolutamente nada, todo ha sido una broma. Que pasen ustedes feliz Día de los Inocentes y gracias por elegir nuestra compañía para viajar.”

Vida en sus miradas

El día era lluvioso, lúgubre. La calle estaba vacía, los comercios ni abrieron a pesar de la grave crisis económica que estaba sufriendo el país. Una pareja de ancianos pasaba un día más con muchas dificultades. Tanto por la salud, como por el bolsillo.
-Mor, ¿Te tuesto el pan para acompañar el revoltillo de acelgas y endivias? –preguntó Consuelo.
Su marido Anselmo respondió con una encogida de hombros y un gesto alicaído.
-Levanta el ánimo. Saldremos de esta. Los Ángeles tarde o temprano caerán del cielo y harán justicia a dos pobres viejos como nosotros –insiste Consuelo.
-Tantos años… Toda una vida destinando tú sudor y el mío en forma de billetes… Para que ahora tengamos que agradecer el poder dormir en la cama que llevamos durmiendo más de veinte años.
-Por eso le rezo a Los Ángeles, para que se apiaden de nosotros. Venga, no pienses más, ven a la mesa a comer.
Ambos se sentaron, apagaron el televisor, bendijeron la mesa y tras darse la mano y amarse con la mirada empezaron a comer.
-Soy feliz por tenerte, tú eres lo que me da fuerzas en este dichoso cáncer, y en todos los problemas que nos perturban últimamente. Te doy gracias por existir, te doy gracias por haberte cruzado en mi  camino hace ya más de cuarenta años –comenta Anselmo.
-Mi vida, yo también soy tan feliz, lo fui hace cuarenta y ocho años y lo sigo siendo ahora con arrugas y sin dientes.
-Bueno, dientes sí tienes Chelito.
-¡Bah! Son postizos –restaba importancia Consuelo.
-Bueno, tu nieta con veinte años tiene postizas las tetas –exclama el anciano.
Las risas se apoderaron de la cocina y sus miradas quedaban hipnotizadas y entrelazadas.
Sonó el timbre. Bruscamente además. De los ojos de Consuelo saltaron lágrimas al vacío. Anselmo torció el gesto, dejó la comida en la mesa y fue a abrir la puerta.


-Señor Costa y señora Velázquez, venimos a desahuciarles de su vivienda, rogamos no pongan impedimento –dijo un hombre en el rellano junto a un policía local.
-No somos asesinos ni traficantes, somos dos pobres ancianos, déjenos vivir, se lo imploro –arrodillado pedía clemencia.
Consuelo corrió al encuentro para intentar convencerles pero lo único que halló fue un empujón a su marido que tumbó al suelo formándole una pequeña herida en la cabeza.
-¡No tienen ustedes vergüenza! –gritaba Consuelo.
Los ancianos no paraban de llorar arrodillados en una esquina. Anselmo hasta tenía dificultades respiratorias.

Un hombre de unos dos metros de altura y de considerable anchura, entró por la puerta a espaldas del policía local y el hombre trajeado. Cerró la misma muy suavemente y extrajo de dentro de su negra gabardina una pistola con silenciador. Disparó al cráneo del agente y acto seguido al del hombre trajeado, cayendo éstos al suelo ante la atónita mirada del matrimonio mayor.
El hombre enfundó el arma y sacó un teléfono móvil. Se quitó los guantes y marcó un número.
-Jume, soy Pompei. Manda al equipo de limpieza al número 24 de la calle Infinito. Otro desahucio evitado sin mayores problemas.
Colgó el teléfono y lo introdujo en el bolsillo interior de la gabardina.
-Señora, señor, es un placer haber evitado una injusticia más. No se preocupen por los cadáveres, quedará limpito como una patena –sonrió-. Los Ángeles les saludan y les desean una feliz vida.


Y sin más, abrió la puerta y desapareció entre la nada. Anselmo y Consuelo se abrazaron en el suelo, se besaron con las manos entrelazadas y vida en sus miradas. 

Huella en la empresa


Montserrat, más comúnmente llamada Montse, sale de casa para ir a trabajar. Es lunes, y los lunes siempre cuesta. Montse es una mujer de cuarenta y dos años recién cumplidos, pelirroja, con pecas y con unos kilos de más. El fin de semana había sido ajetreado. El sábado estuvo esperando a que Ikea  llegara con el sofá y los muebles del comedor que había comprado nuevos. Por la tarde se había permitido el lujo de relajarse en un SPA de cinco estrellas y el domingo aprovechó el día para disfrutar de la costa de Ibiza a bordo de una Zodiac que contrató una semana antes. Había sido un fin de semana no solo ajetreado, sino de auténtico gasto.
Trabaja en unas oficinas que dan cara al mar. Llevan la contabilidad de una marca de gama alta de relojes. La suerte está con ella, pues normalmente necesita varias vueltas para encontrar un hueco donde aparcar. Hay dos sitios, uno a su derecha y otro a su izquierda.
-Pues el de mi izquierda, que parece más ancho –piensa Montse-, además paso de rozar el coche nuevo del capullo de mi jefe.
Inicia la maniobra y aparca a la perfección. Mete varias cosas en su bolso y cierra los cristales; cuando otro coche frena a su lado en disposición de aparcar en el otro espacio.
-Vaya, ¡Otra con suerte! –dice en voz alta Montse.
Imposible no darse cuenta del estruendo que estaba formando. Montse, aún en el coche, miraba a través de las lunas tintadas de atrás el show en el que se estaba convirtiendo. Aparca la mujer, sale del coche y comienza a caminar, ni se da cuenta de que Montse es la testigo presencial de semejante escándalo.
Sale de su automóvil cuando la mujer desaparece al girar la esquina. Ha roto el retrovisor del coche que está aparcado al lado del de Montse. Ha golpeado el que está a la izquierda a la misma altura que ella, en el otro lado de la acera, en la aleta. Y los que están delante y detrás son un poema. El de delante tiene el parachoques en el suelo y el tubo de escape colgando, aparte de tener toda la pintura arañada. Y el de atrás…
-¡Joder! –exclama Montse llevándose las manos a la boca y mirando de lado a lado.
El coche nuevo de su jefe. Golpeado por todo el frontal, la pintura ha saltado en ciertos puntos y  la rejilla hundida, cortesía de la bola de remolque que la mujer tenía en su coche.
Montse vuelve al coche, coge un bolígrafo y uno de los tickets de parking tarifado. Cierra el coche, y empieza a apuntar la matrícula del coche de la mujer detrás del ticket de aparcamiento. Apunta matrícula, marca, modelo, color, todo. Una vez apuntado lo guarda en el bolso y marcha hacia la oficina.
-¡Madre mía, qué tarde llego! -se dice a sí misma en el ascensor.
Al llegar arriba, sale por la puerta, da los buenos días a la recepcionista y va directa al despacho de su jefe.
-¡Montserrat! –Dice una voz masculina grave- ¡Está usted despedida!
-Pero señor Blázquez, déjeme que yo le explique…
-No hay nada que explicar, esto es más duro para mí que para usted.
-Señor Blázquez, debe dejarme que le explique… -mostrando el papelito del parking.
El señor Blázquez desaparece de la escena dejando a Montse con la palabra en la boca. Toda la oficina se ha hecho eco de la noticia y Montse se siente observada por todos. Algunas y algunos se acercan a mostrar su tristeza y otros a agradecer su estancia en la empresa. Está en estado de shock. No da crédito de lo que acaba de ocurrirle. La mirada vaga perdida por toda la oficina. Quince años dándolo todo, quince años salvándole el culo al bastardo del jefe que acaba de humillarla en público.
Recoge sus cosas y sin mediar palabra con nadie se mete en el ascensor. Va hacia su coche, abre el maletero y deja los trastos. Se sienta, mete la llave y se derrumba a llorar, llora desconsolada apoyando la frente en el volante. Llora con tristeza. Se tira del pelo y se araña la cara, golpea el volante con ahínco. Ahora llora con rabia. De repente se frena, respira acelerada, se mira en el retrovisor interno. Sale del coche, abre el maletero de nuevo, levanta la alfombrilla y coge el bate de béisbol de su hijo.
Va en dirección al coche del señor Blázquez. Rompe en mil pedazos la luna delantera, destroza los retrovisores, todos los cristales los hace añicos, no deja ni un hueco sin que quede golpeado. Rompe los faros, los cuatro, los antiniebla, los parabrisas, el techo solar, amenaza al camarero del bar de enfrente para que le dé un cuchillo para rajarle todas las ruedas. Mete la mano por el cristal para abrir la puerta, baja los asientos de atrás para llegar hasta el maletero y rajarle también la rueda de repuesto. Vuelve al bar, devuelve el cuchillo, exige una garrafa de vinagre, la consigue, rocía toda la tapicería de cuero con vinagre, la devuelve al bar, esconde el bate de béisbol en su maletero y se sienta al volante.
Se ríe, carcajea a gusto, vuelve a llorar. Ahora de la risa. Arranca el coche y desaparece dejando su huella en la empresa.


Aparcando sus diferencias


-¿Qué cenamos, mi amor?
-No lo sé, nenita.
-Es que no me apetece cocinar cariño.
-¿Miramos de calentar las sobras de los tuppers de mi madre?
-¡Ay no! No me apetece ni lengua a la vinagreta, ni pastel de hígado.
-Entonces, ¿Qué te apetece nena?
-No lo sé.
-¿Te hago unos tallarines a la boloñesa o a la carbonara?
-No, ya comí pasta esta mañana.
-¿Una ensalada con extra de todo?
-No, nene.
-¿Los clásicos huevos fritos con patatas fritas?
-¿Y de qué me serviría haber ido al GYM eh?
-Bueno pues, ¿Qué quieres nena? –ya indignado.
-Es que no lo sé… ¿Y si vamos fuera?
-Claro. Vamos fuera, lo que quieras hija.
-¡Ay! Decide tú también algo. Ayúdame.
-Venga sí. Vamos fuera a cenar –cogiendo las llaves del coche.
-No. Eso no es una decisión, que esa ya la había tomado yo. Me ayudas a decidir dónde.
-Si a mí me da igual. Eres tú la que está en plan exquisito con lo que te apetece y lo que no.
-No. Exquisito, no –entran al coche-. Sólo que ya me basta la comida de tu madre tres veces por semana.
-¿Qué le pasa a la comida de mi madre, nena?
-Nada. ¿Qué le va a pasar?
-¡Hombre! Cómo te estás quejando.
-No me quejo, opino. ¿No puedo opinar?
-Sí –alargando la sílaba-. Pero ha sonado mal cariño, qué quieres que te diga.
-Bueno, ¿Vas a arrancar, o no?
-Sí nena, ¡Pero me dices dónde vamos primero!
-Bueno, tú tira y vamos viendo.
-No. Tú tira y vamos viendo, no. Piensa.
-Piensa tú también que tienes unos huevos –haciendo el gesto-. Además tú conduces, tú decides.
-No. Mi coche, mis normas. Tú decides.
-Está a mi nombre, guapo.
-¿Y quién lo paga, guapa? –en tono burlesco.
-Anda piensa un poquito –se acomoda mientras sonríe picarescamente.
-Piensa tú también.
-Ya pienso. ¡Mira cari! ¡Qué cachorrito! –señala un hombre que pasea a su perro en la calle.
-Nena, ¿nos centramos o no?
-¡Ay sí! Pero mira qué gracioso.
-Joder… Así es que es imposible cuando te pones en este… La verdad que sí, mi amor, ese no tiene ni dos meses –bajan del coche a acariciar al cachorro.
-¿Qué tiempo tiene? –pregunta ella.
-Tres meses. Aún no los tiene –responde el dueño orgulloso.
-¡Qué guapo! Mira cari yo quiero uno…
-Sí claro nena… ¡Vaya! Y será grande ¡Eh! –le coge las patas.
-¡Se conoce que sí! Todo el mundo se para. La verdad que compromete a la gente, todo hay que decirlo.
-Normal, si es que es precioso –ratifica la muchacha.
-Ahora mismo, la de la tienda de flores, la que han montado nueva al lado del Kebab, la tía… ¡Que se lo regalara sabes! –cuenta el hombre.
-¡Coño nena! ¡Un kebab!
-Pues yo ya había pensado en un chino –se despiden del cachorro y su dueño y entran en el coche.
-¿Chino, nena?
-Sí. Se me ha antojado.
-¡Nada! Ni que estuvieras embarazada con los dichosos antojos.
-¿Y tú qué sabes? –sonríe.
-¡Eh!
-Nada –sonríe de nuevo-. Que quiero chino.
-Pues haberlo dicho antes, a mí me apetece ahora un kebab.
-Pues a mí chinito –haciendo el gesto de rasgarse los ojos.
-Y un kebab, con su lechuguita, su cebollita, su carne envuelta en salsita picante –relata mientras cierra los ojos y abre la boca de emoción.
-Pues lo echamos a suertes.
-O a piedra, papel y tijera.
-No seas niño, hijo –mientras saca una moneda del bolso.
-Dijo la adulta jugando a cara o cruz –mofándose.
-¿Qué quieres nene?
-Cara.
-No, cara yo, tú cruz.
-¿Y pa’ qué preguntas nena? –se desespera.
-Cara, chino. Cruz, chino.
-Sí, claro.
-Cara chino –risueña ella-. Cruz, comida morita plastificada, embutida e insana –dice rápidamente sin respirar.
-Pero espera. Un lanzamiento por persona.
-Vale –lanza la moneda.
¡Toma, cara! –grita ella.
-Pero, ¿de quién era el lanzamiento nena?
-Tuyo, claro. Ahora va el mío.
-No, no, no, guapa. Ese era de prueba. Vuelve a lanzar.
-¡Qué tramposo eres! Venga, lánzala tú –le da la moneda-. ¡Toma, cara, jódete!
-Venga lanza tú, nena.
-Chino, chino la la lá. Chino chino la la lá –canta mientras mueve las caderas.
-¡Cruz! ¡Hala lista!
-Esta no ha valido. Repetimos –lanzan las dos monedas.
-¡Cruz! –grita él.
-Cruz… -dice ella.
-¡Kebab! –exclama él.
-Qué suerte –se mosquea.
-Encima ahora te vas a mosquear.
-Es que siempre tienes una suerte.
-¿Y yo qué culpa tengo?
-Nada hijo, tú no tienes culpa nunca. Anda arranca.
-¿Quieres que vayamos al chino? –alarga de nuevo la palabra.
-¿De verdad? –se le cambia el rostro.
-Venga, va. Vamos al chino –arranca el coche.
-Cari. Volvamos a casa.
-Pero si acabo de arrancar, ¿Qué te pasa?
-Nada, que se me ha quitado el hambre.
-¿Así, de repente?
-Sí, así. Además es tarde.
-¡Joder nena! ¡Tú sí que tienes unos huevos! ¿Y ahora yo qué ceno? Porque yo sí que tengo hambre.
-Pues caliéntate los tapers de tu madre.
-Joder, no me apetecen ahora.
-Si tienes hambre, comes lo que sea nene, no tendrás tanta hambre pues…
Y al cambio de día, marcando las doce llegaron a casa y se metieron en su cama aparcando sus diferencias.




20/3/14

Una vida por otra

Acababa de sentir que era el momento, era la hora de desatarse, de empezar una nueva vida... De recordar con nostalgia todo lo vivido hasta ese instante, pero con cuerpo y alma para seguir adelante.
Al principio no fue fácil, todo adquiría dotes de riesgo importante y ella jamás había llevado esa vida, jamás imaginó que ese día llegaría. No sabía que le esperaría y la intriga se mezclaba con el respeto a lo desconocido.
Pero ella quería por fin ver la luz al final del túnel, deslizarse por él, como si de una esquiadora estuviéramos hablando. Quería gritar a los cuatro vientos una nueva vida empapada de algún halo de luz, eso sí que se lo había imaginado, le hacía sentir viva sólo de pensarlo.
Su corazón se aceleraba a medida que se alejaba del tambor que tanto la sustentó, el tambor que marcó el ritmo de su, hasta ahora, vida...
Fueron momentos de incertidumbre que pasaron más rápido de lo que en realidad fue. En un momento, ella estaba frente a hombres de bata blanca, su madre invadida de emoción y su padre llorándole al compás que ella dictaminó a su llegada...
Fue el día de la madre, fue el mejor día para hacerle ese regalo a su madre... Su madre no pudo regalarle más días a ella, convirtiéndose así en el mejor, primer y único regalo de la madre que recibió de su hija, justo unos días antes de intercambiar una vida por otra...