23/12/15

Como si no existiera un mañana

Es muy simple. Ella tiene pareja y yo tengo pareja. Y digo tiene y no tenía, no sé si me explico. Tiene porque después de todo, la sigue teniendo y yo también.

Lujuria. Puta y pura lujuria. El primer día pensé en mandarla a la mierda. El segundo día, que por muy buena que estuviera aun tenía mucho que demostrar. Y el tercero... Solo pude imaginármela encima mío.

Una mañana llegó de correr. Acostumbraba a hacer ejercicio mañanero para tonificar su esculpido cuerpo. Entró con la maleta de deporte y un vestido floreado disfrazaba una morena de ojos rasgados y nariz afilada.
No había nadie en el minigolf. Ella era la administrativa y yo el recepcionista. Abríamos a las 2 del mediodía y eran las 11 y media. Atravesó todo el complejo y su mirada y la mía se batieron en duelo. Dejó la maleta en el suelo de la recepción y me besó, regalándome un velo de sensualidad en mi mejilla.

Mi mano reposó en su cintura a la vez que clavé mis ojos en su trasero, cortesía del espejo. El vestido ceñido alardeaba de las curvas que tenía.
El beso fue diferente. Sus labios no sólo besaron mi mejilla. Sus labios se posaron con mimo cerca de mi comisura labial.

Se giró y se agachó a dejar algo en la maleta. No necesité ningún espejo para disfrutar de las vistas. Me acerqué por detrás y coloqué la palma de mi mano en la colina de su nuca.
Mis dedos clavaron el ancla en su pelo y ella se quedó inmóvil. Dejó caer su cabeza ligeramente hacia atrás y cerró los ojos. Benditos espejos.

Era capaz de no dejar ni una parte de su cabeza sin tocar. Mis dedos creaban senderos a lo largo de su cuero cabelludo y su manera de retorcerse daba fe de su ínfimo placer.
Noté un leve gemido. Suficiente para que incorporara mi otra mano a su espalda. A pesar de sacar a pasear mi mano por encima del vestido, supe que debajo solo había lo que tanto deseaba. Ella. Su piel, su vida, su ser...

Crucé toda su columna hincando más los dedos de la mano responsable de su cabeza. Lo debí hacer tan bien que me agarró la mano que tenia atada a su espalda y la colocó en uno de sus voluminosos pechos.
Pegué mi cuerpo a ella y acaricié con mimo la oportunidad que me dio. Olvidé su cabeza para centrarme con ambas manos. Ella echaba las manos hacia atrás y me agarraba del pelo. Me hacía sentir el mejor.
Decidí besarle la nuca, el cuello. La obligué a erizarse completamente. Perpetué su indomable cuerpo. Agarré sus pechos y usé la tela de su vestido como techo de pasión.

Tenía el miembro tan duro que no dudé en apretárselo a su culo. Ella hizo lo propio con su culo a mi miembro.
Le levanté el vestido y le dí la vuelta. Nos miramos y tras un choque tierno de narices, decidimos publicar el beso más apasionado del mundo. Sus labios eran un sinfín de locuras aglutinadas en una.
Mientras me besaba el cuello, acariciaba con dulzura su trasero, tan solo cubierto por fina lencería.
Viajé hasta su ombligo a base de cálidos besos, haciendo escala en ambos pechos. Besándolos, pasándoles la lengua suavemente, mordiéndolos, pellizcándolos y palpándolos cómo nunca nadie lo había hecho. Despedí su pieza de lencería y me quedé entre sus piernas. Ella se apoyo en la mesa y subió sus pies a las sillas. El resto me pertenecía a mi.

Mi lengua se dio a conocer en una simple pasada. Intensa y lenta pasada. El primer gemido sincero llegó con mi puesta en marcha. Mis labios pidieron matrimonio a los suyos mientras no paraba de morderse sus otros labios. Recorrí de tal manera toda su esencia que notaba cómo no dejaba de empaparse. Sus caricias detrás de mis orejas, me motivaban a dejar el pabellón más alto, si aún cabe.

Me elevó y me desabrochó el cinturón. Lo lanzó hacia atrás y tiró la fotografía de mi pareja al suelo. No había dejado de mirar el marco en el suelo, cuando un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Volqué mi mirada en ella y accedimos al segundo round del duelo de miradas. El brillo de sus ojos penetró los míos. Su boca estaba disfrutando de lamer mi erecto pene. Centró su atención en la puntita, jugueteó y hasta mordisqueó, provocando que mi respiración ahondara por momentos.

Agarró la base con fuerza y empezó a hacerme el amor con la boca. Hubiera podido acabar ahí. Hubiera podido morir en ese momento. Qué mejor momento...

No pude resistirme a alzarla y colocarla de espaldas a mí, apoyada en la mesa. Moví mi miembro alrededor de su sexo durante unos segundos. Unos segundos que lo único que hacían era hacerla estremecer y que implorase ser vulnerada.

Y yo... Y yo no quise hacerla sufrir. Cuando fui a introducir mi pene, noté ese calentor abrumante y húmedo. Noté tal fricción que necesité meterla lentamente. Una, dos, tres, cuatro, y hasta cinco veces tan lento que hasta sus gemidos decidieron ser recitados en pianissimo. Le agarré de los pechos y la metí hasta el fondo. Esta vez, la musicalidad pasó a piu forte, piu bello.

Le hice el amor tan salvajemente que pudo atragantarse con su propia saliva. Se giró, me empotró en la silla y se colocó encima mía. Me dejé llevar ante un auténtico placer, perdido en la frontera de sus senos. Cabalgó apasionada. Cabalgó e hincó sus riendas en forma de uñas en mi espalda. Su orgasmo se transformó en el primer periodo de puro silencio. Ese increíble sonido del silencio. 

Bajó ostensiblemente el ritmo, así que la empotré al fichero, de nuevo de espaldas a mí. Y empecé a hacerle el amor suavemente, di nuovo. Cuando noté que bajó de entre las nubes, pasé mi mano y masajeé su clítoris. Su excitación fue tal, que opté por acabar como la ocasión merecía. Sin dejar de tocarle, agarré su cintura con mi otra mano y clavé mi pene hasta el fondo a base de movimientos circulares que la obligaban de nuevo a gritar.

Pude masturbarla tan rápido que no habían pasado ni cinco minutos y volvió a sentir de nuevo ese feeling tan preciado.

Se agachó y pidió que le entregara toda mi furia. Me pidió que le diera todo aquello que le debía. No tardé. Mi explosión fue inolvidable. Ella se empapó y saboreó tal pasión como si nunca lo hubiera hecho, como si no existiera un mañana...

Melodías de nuestras vidas

Abrió la puerta de casa, soltó el paraguas y colgó su chaqueta impermeable en el perchero que estaba a la izquierda del paragüero. En la mesa de la salita dejó el bolso y una carpeta. Alba, de raza latina, treinta años y curvas sinuosas estaba más cansada que nunca, a pesar de los cinco cafés que se había tomado para sentirse menos fatigada. Puso las manos sobre sus senos y con un solo movimiento hacia abajo se retiró el vestido de palabra de honor blanco que llevaba puesto. En ropa interior se dirigió al baño deshaciéndose la cola alta de su pelo.
Encendió el grifo para ir llenando la bañera de agua caliente. No había parado de llover durante todo el día y su cuerpo le pedía un baño termal. Se terminó de desnudar y dedicó un tiempo a desmaquillarse y explorase la cara frente al espejo en busca de espinillas, puntos negros o cualquier cosa que le increpara a la vista.
Una vez que la bañera estaba a punto de coparse, apagó el grifo y metió el pie derecho.
-¡No! vuelta para atrás Alba –se dijo en voz alta.
Y retirando el pie de la bañera, se lo secó con la toalla y se enfundó las zapatillas. Entró en la habitación y abrió el armario. Cogió una bolsa, cerró de nuevo la corredera del armario y se pegó un gran susto gracias a un trueno que pareció que cayó dentro de la casa.
Entró de nuevo al cuarto de baño y su cuerpo con un movimiento innato agradeció el cambio de temperatura que para bien, había en esa pieza de la casa.
Encima del mármol del lavamanos fue posando los objetos que extraía de la bolsa. Un bote de sales de baño, un jabón sólido de color lila y dos velas aromatizadas. Éstas las colocó en el borde y las encendió. Se metió en la bañera, se tumbó y se acomodó en el reposacabezas estirando las piernas esbozando una sonrisa mientras cerraba los ojos.
Dos minutos de reloj después, decidió esparcir las sales de baño de miel y manteca de karité por toda la bañera. Pulsó un botón del mando que tenía a su derecha y sonó el hilo musical que tenía instalado. En tono bajito, pero lo suficiente como para disimular el repiqueteo de la lluvia que no cesaba de golpear el cristal de la ventana. Música acústica de violines, paz, el efecto del jabón sólido ya deshecho convirtiéndose en espuma, el dulce aroma de las velas y el vaho que empañaba todos los cristales y espejos dando la sensación de spa, daban a Alba todo lo que necesitaba para acabar ese día.
No podía abrir los ojos, estaba entrando en una especie de trance poco habitual en su vida ajetreada. Esa música no podía disfrutarse igual si no cerraba los ojos.
Estruendoso, ese trueno fue descomunal. Alba abrió los ojos del susto y se dio cuenta que las luces del baño se apagaron.
-Bueno, mejor así –asintió, mientras recolocaba las dos velas que eran las únicas que, ahora, alumbraban el cuarto de baño.
Cerró de nuevos los ojos. Se acariciaba la barriga con la mano izquierda, eso le daba más paz, rozaba con la palma de la mano como sobrevolando su piel y lo intercalaba con intensos masajes con las yemas de los dedos dibujando círculos alrededor del ombligo. La música acompañaba la ternura del momento. Sacó su mano derecha a pasear por sus pechos. Primero en uno de ellos, frotándolo, mimándolo, con el dedo pulgar palpando el pezón cada vez más erizado. Luego con las dos manos, torcía la cabeza levemente y estiraba las piernas como si quisiese crecer más.
El agua empezaba a destemplarse así que cogió la ducha inalámbrica y dio más calor al ambiente. Metió el chorro debajo del agua entre sus piernas. La presión que la ducha ejercía sobre su clítoris empezaba a hacerle sentir que flotaba. Los dedos de los pies se abrían y cerraban, flexionaba las rodillas y las estiraba buscando separárselas de su cuerpo. Cuando vio que la bañera alcanzó casi toda su capacidad de agua, apagó el chorro, la giró y empezó a introducírsela poco a poco dando vueltas sobre sí misma.
El primer gemido claro llegó al adentrar parte de la ducha. Se mordió el labio inferior y fruncía el ceño. Los violines estaban siendo testigos del inicio de un concierto. No paraba de gemir, escuchaba algunos truenos aún, pero no le sobresaltaba nada. Estaba en mitad de la gloria y el cielo. Introdujo hasta el fondo el mango, pegando un grito y recuperando la posición para verse.
-Bendita tecnología –balbuceó.
Volvió a tumbarse y apretó un botón que le dio a la ducha una vibración constante. Los gemidos empezaron a convertirse de manera ascendente en alaridos. Sonaban como aquellas olas que van subiendo hasta el clímax de su rotura. El hilo musical decidió dejar de ser protagonista para acompañar al nuevo evento con una intensidad brutal en los instrumentos de cuerda. Tiraba la cabeza para atrás, hasta la metía debajo del agua. Soltó el mango para poder bailar un vals con sus senos. Todo cogía velocidad vertiginosa, la música, los gritos, los movimientos corporales, incluso la intensidad de la lluvia aumentó de forma ostensible.
Sintió volar de la mano de un gemido alargado en el tiempo, de volumen aminorado y voz temblorosa. Dobló las rodillas sacándolas del agua y su cara variaba en gestos de placer mientras se la tapaba con una mano y con la otra arañaba el suelo de la bañera.

Cortinas de humo

-Al término del curso tendrás medio punto menos –sentenció la señorita Ana Belén.
Ana Belén era la profesora de Lengua y Literatura, era alta, guapa y de cuerpo escultural, hacía tan sólo tres años que había acabado la carrera y por dentro de ella corría una fuerza y energía poco habitual ya en sus compañeros de profesión más veteranos.
-Un reproche más y en vez de medio, serán dos puntos –repitió la maestra.
-¿Me tiene manía o qué? Si no he hecho nada señorita… -replicaba el afectado.
-Por eso mismo, porque no haces nada –zanjó.
Iván cursaba cuarto de la E.S.O., tenía dieciocho años y había repetido dos veces. Era rubio de ojos azules y de ascendencia sueca. Tenía un cuerpo esculpido a base de gimnasio y los dos cursos que suspendió fueron más por vaguería que por incapacidad.
Cerró el libro de golpe y negando con la cabeza se cruzó de brazos en el pupitre. Su compañero de mesa, Raúl, le susurraba la manía que le tenía esa profesora, que no era normal, que él ya tuvo uno de matemáticas así hace dos años que le amargó la existencia, que no se dejara pisotear, que se creen más por tener una carrera, que no tienen derecho a humillarte así… Iván asentía sin escuchar, estaba buscando la paz interior que en esa clase nadie le permitía encontrar.
-Y para mañana los ejercicios de la página 24 deben estar todos hechos. ¡Ah! Y tú Iván, serás el primero que te pregunte por lo que he explicado hoy, ya que te he visto mucho de tertulia.
Iván se quedó con cara escéptica mirando a la maestra mientras la típica listilla de la mesa de delante se giraba para decirle:
-¡Los que se pelean se desean! –en tono jocoso.
El muchacho repetidor, sin mover ni un ápice su cabeza, clavó sus pupilas sin mediar palabra en la entrometida vecina de mesa.
-Déjale tía, no está para bromas -intercedía Raúl, -yo le entiendo porque he pasado por lo mismo –argumentó.
Iván se levantó de la mesa y marchó para el recreo, se sentó en un banco a compartir su cabreo con la papelera abarrotada de su izquierda y los bebederos de la derecha. Tras cinco minutos decidió ir al despacho del director para pedirle permiso de ausencia la semana que entraba por motivos personales.
Tocó dos veces a la puerta pero nadie dio la orden de entrar, giró el pomo y comprobó que estaba cerrada con llave, así que se dio media vuelta e inició la ruta hacia el aula. Una mano le agarró de la pechera y le empujó con fuerza dentro del cuartito de la limpieza. Le abrió la camisa arrancándole la mitad de los botones y le desabrochaba el cinturón con una prisa salvaje. Iván le levantó el suéter hasta la altura de los pechos y con una sola mano desabrochó el sujetador para abalanzarse sobre éstos con las manos y los labios, mordisqueando y retorciendo los pezones, sentía como empezaba a jadear. Ella le apartó de golpe empotrándolo contra un cubo de fregar y haciendo caer la fregona al suelo, para agacharse frente a él y comenzar a lamer y succionar su miembro, mientras Iván acariciaba intensamente toda su cabeza por detrás de las orejas. El ambiente estaba tan caldeado que no pudo resistir más y la tomó por la cintura, le subió la falda larga que portaba, le alzó la pierna derecha encima de una balda de la estantería más limpia que había y con el dedo corazón apartó hacia un lado el tanga de vértigo que llevaba puesto.
El miembro entró triunfal en aquella vagina empapada de fogosidad, brío y pasión y practicaron sexo durante los siguientes catorce minutos, catorce minutos de furia descontrolada, acompasada por gritos de auténtico placer firmados con marcas de uñas en la espalda de Iván.
-Llegamos tarde a clase –comentó Iván mientras se vestía velozmente.
-Tú llegas tarde, yo tengo hora libre para corregir exámenes.
Ana Belén tenía la cara sonrojada y una sonrisa de oreja a oreja, decidió acabar de vestirse para salir a la zona de fumadores y revivir mentalmente ese orgasmo tras cortinas de humo. 

Con la cabeza en otro lado

Llegó a casa, cabizbajo y visiblemente afectado. Ricardo dejó sus llaves en la cesta de la entrada, saludó a su mujer tímidamente y entró al baño para lavarse las manos, la boca y la cara.
Ricardo era un hombre bajo, sus ojos nadaban en ojeras y llevaba un bigote fino y arreglado.
Su mujer estaba en el sillón leyendo un prospecto sobre maneras de ganar dinero sin moverse de casa.
-Se acabó, Josefina.
-¿Cómo se acabó? -dijo dejando el prospecto en la mesa.
-Pues... Que se terminó y esta vez de verdad.
-¿Ahora te vas a ir?
-Hace tiempo que te lo vengo diciendo.
-Ricardo, ahora no puedes irte de ese trabajo. A mí no me apetece buscar nada y hay mucho gasto...
-Me humillan cada día, quiero dejarlo.
-Cómo se te ocurra dejarlo, tú y yo hemos terminado.
Ricardo se levantó y se fue a la cama. Detrás, su mujer hizo lo propio.
Al día siguiente, Ricardo estaba ya agachado ante ella con las manos apoyadas en los reposa brazos de la silla. Ella tenía las piernas apoyadas en la mesa y las manos en la cabeza de Ricardo forzándolo a que siguiera con la acción.
Pasaba su lengua bordeando el exterior de sus labios vaginales. Primero izquierda, luego derecha, jugaba con su clítoris provocando que ella le estrujara más hacia su sexo.
Besaba sus labios una y otra vez intensamente y usaba su nariz para seguir estimulando el clítoris. Incluso los movimientos de arriba a abajo con la lengua, aprovechaba de su barbilla para dar auténtico placer. Ricardo alargaba hasta lo más profundo su lengua buscando todas las superficies, rozando lenta y sensualmente, ayudándose de su dedo pulgar izquierdo en su clítoris y con la yema del dedo pulgar derecho apretando y palpando el agujero de su ano.
El éxtasis llegó y ella no se cortó, pues gritó sin tapujos. Le levantó la cabeza a Ricardo, que tenía flujo vaginal en varias partes de la cara y se retiró en seguida subiéndose la ropa interior.
-Ya sabes mañana, descansa esa bendita lengua que esperaré con ansia otro orgasmo -dijo la jefa de Ricardo- Y no te quejes, que más quisieran otros mantener su puesto de trabajo así -sentenció mientras encendía su ordenador.
Ricardo, resignado, salió del despacho de su jefa con la cabeza en otro lado.

Labios de miel

Hacía tanto frío... Nos dijeron que estaríamos cerca de los cuatro grados bajo cero.
Estaba en la parada del autobús. Solo. Solo y congelado. Había salido de casa bastante preparado la verdad, pero ni los calcetines térmicos, ni el chaquetón, ni el chándal de tela gruesa, ni los guantes, ni la bufanda, ni el gorro conseguían hacerme entrar en calor.
Vi el autobús a lo lejos y mi sonrisa de alegría fue tan clara como mi rabia por sentir que tardaba la vida en llegar a la parada. Llegó, subí y me dirigí hasta los asientos de atrás del todo que estaban todos libres. Estuve a punto de cambiar de idea, pues a mitad del bus había sentada una joven preciosa y se me ocurrieron varias maneras de entrar en calor.
Llegué al final, me senté y no tardamos ni cinco minutos en llegar a la siguiente parada cuando el calor de la calefacción me hizo empezar a quitarme prendas hasta quedarme en chándal, ocupando así, uno de los asientos con todas mis pertenencias.
Tan absorto estaba, que no me di cuenta que una mujer subió y esperaba que le dejara uno de los dos asientos libres que quedaban atrás.
Tendría unos cuarenta, pelo ondulado, cogido con una pinza y teñido de un caoba oscuro. Llevaba gafas de pasta negras que resaltaban su mirada de color verde intenso. Su sonrisa fue la causante de que le cediera asiento.
Con el autobús en marcha, ella se mantuvo de pie y dejó su abrigo de piel, su bufanda y sus guantes, por este orden, en el asiento más pegado a la ventana y se sentó junto a mí.
No pude quitarle la vista al polo que llevaba puesto. Le marcaban tanto los pechos y desde mi altura podía ver, eso sí, esforzando mucho la vista, el escote de lujo que me había regalado el frío día.
Ella me miró y me pilló observándola. Sonrió y miró a mi entrepierna, que por entonces ya estaba siendo testigo de que mi imaginación volara y el pantalón de chándal, cómplice de mostrarlo.
Fue muy rápido, ni siquiera sabría explicar cómo pasó, ni el porqué. Su mano estaba acariciándome el paquete y me miraba sonriendo. Yo miraba hacia delante para que no se girara un crío, un anciano o qué sé yo, pero lo cierto es que estaba muy cachondo y estaba totalmente dura, vamos que podía pensar poco...
Ella debía saberlo y actuó como tal. Se agachó en el hueco entre mis piernas, se levantó el polo y se desabrochó el sujetador, quedando sus pechos rozando mis piernas. No paraba de mirar hacia delante, paradojas de la vida, dejando de mirar tales senos, espectaculares y bellos para tener esa edad.
Me bajó el pantalón y me sacó el pene. Ahora sonrió más y lo acompañó de un halago. Le encantó el tamaño, dudó si le cabría en la boca. Yo también dudé, de hecho a nadie le ha cabido hasta ahora.
Volví a mirar al frente y la joven que vi al entrar, se levantó en mi dirección pero se detuvo en las puertas, posiblemente esperando para salir en la siguiente parada.
Me miraba extrañada, yo no sé ni que cara debería tener puesta, porque no sé qué cara pone uno cuando le están haciendo una cubana en la parte de atrás de un autobús.
Miré a la mujer cómo disfrutaba de darme placer mientras yo cerraba los ojos y no podía cerrar ni la boca.
Consiguió mi primer gemido, tímido, aunque hizo que se girara un anciano, al cogerme la puntita del pene con sus labios y mover éstos lenta y sensualmente.
Pasó su lengua bordeando mi miembro, lo lamió de manera vertical y horizontal, hizo que me agarrara de uñas al asiento. Estaba a punto de correrme, ya no podía aguantar más. Comenzó a comérmela muy veloz, entera, le cabía entera en la boca, tan sólo frenaba el ritmo cuando me miraba fijamente a los ojos. Yo le susurraba que me corría, que no aguantaba más y ella aumentó la velocidad ayudándose de las manos.
Me corrí en su paladar, me corrí mordiéndome los dedos, me corrí de puro placer mientras, yo con los ojos cerrados, seguía flotando en el Edén.
Cuando abrí los ojos, ella ya no estaba. Miré por la ventana y la vi andando mientras, mirándose en un espejito, se pintaba aquellos poderosos labios de miel...

Oscura oración

Todo empezó en un lugar singular, al que a gente suele aglomerar, de olor particular y presencia peculiar.
Sus miradas se cruzaron sin quererlo, 
él la quiso y ella no quiso ni verlo, 
la tomó del brazo, la llevó consigo,
la apartó del paso, quiso ser su amigo.
Levantó su traje y no miró hacia atrás, la besó muy salvaje, incitando a Satanás, y hasta pudo ver hasta su imagen, diciendo "en fuego arderás".
Sus manos rondaron sus pechos, con acecho, consciente o no, de ese hecho, la tumbó en su lecho.
Quedó desnuda y él encima, metió su pene en su vagina, gritó la monja con locura, le acompañó el cura sin cordura.
La miró como si jamás hubiera mirado, la tocó como si a ninguna hubiera tocado, la besó como si a ninguna hubiera besado y la violó como si a todas hubiera violado.

Ciega lujuria

Sinuosa y opaca silueta se oculta tras el biombo de cristal translúcido de la consulta, mi consulta.
Se agacha a desabrocharse las sandalias y se descalza pisándose los talones ayudándose con su otro pie... Se pasa una mano por el pelo, quizás se quite alguna horquilla, quizás se quiera soltar el pelo... O simplemente rascarse, aunque de acariciarla me encargaría yo.
Eleva los brazos para quitarse la camiseta y siento ganas de salir de la consulta y anular las citas que quedan. Se pasa las manos, ambas, hacía la mitad de su espalda y en un segundo, de su pecho cae el sujetador y puedo ver la forma de sus senos y hacer volar mi imaginación, hasta el punto de así verme de ese lado del biombo.
Pienso en coger el mando del aire acondicionado y disminuir la temperatura. Lo hago, y lo hago tosiendo para disimular el pitido que provoca cada vez que bajo un grado.
Sus manos parecen tener dificultades para desabotonarse el short vaquero, pero mis ojos no pueden dejar de mirar cómo sus pezones han aumentado. Cierro los ojos y me imagino mordisqueándolos mientras los toco con la punta de la lengua en movimientos circulares... Abro los ojos y veo cómo se estremece de un escalofrío y no puedo evitar sonreír...
Ya se ha quedado en braguitas, o tanguita, o lo que sea, y sea lo que sea, le esculpe un trasero de infarto de miocardio, una de mis especialidades...
Se tumba en la camilla esperando que llegue la doctora interna, que está de prácticas, para hacerle el chequeo. A eso lo llamo envidia, y para nada sana, pues mis pantalones notan una presión hasta dolorosa y siento que reventará de un momento a otro, salvo por el sonido que la puerta hace al entrar la doctora, eufórica, rompiendo mi universo de ciega lujuria...