21/3/14

Huella en la empresa


Montserrat, más comúnmente llamada Montse, sale de casa para ir a trabajar. Es lunes, y los lunes siempre cuesta. Montse es una mujer de cuarenta y dos años recién cumplidos, pelirroja, con pecas y con unos kilos de más. El fin de semana había sido ajetreado. El sábado estuvo esperando a que Ikea  llegara con el sofá y los muebles del comedor que había comprado nuevos. Por la tarde se había permitido el lujo de relajarse en un SPA de cinco estrellas y el domingo aprovechó el día para disfrutar de la costa de Ibiza a bordo de una Zodiac que contrató una semana antes. Había sido un fin de semana no solo ajetreado, sino de auténtico gasto.
Trabaja en unas oficinas que dan cara al mar. Llevan la contabilidad de una marca de gama alta de relojes. La suerte está con ella, pues normalmente necesita varias vueltas para encontrar un hueco donde aparcar. Hay dos sitios, uno a su derecha y otro a su izquierda.
-Pues el de mi izquierda, que parece más ancho –piensa Montse-, además paso de rozar el coche nuevo del capullo de mi jefe.
Inicia la maniobra y aparca a la perfección. Mete varias cosas en su bolso y cierra los cristales; cuando otro coche frena a su lado en disposición de aparcar en el otro espacio.
-Vaya, ¡Otra con suerte! –dice en voz alta Montse.
Imposible no darse cuenta del estruendo que estaba formando. Montse, aún en el coche, miraba a través de las lunas tintadas de atrás el show en el que se estaba convirtiendo. Aparca la mujer, sale del coche y comienza a caminar, ni se da cuenta de que Montse es la testigo presencial de semejante escándalo.
Sale de su automóvil cuando la mujer desaparece al girar la esquina. Ha roto el retrovisor del coche que está aparcado al lado del de Montse. Ha golpeado el que está a la izquierda a la misma altura que ella, en el otro lado de la acera, en la aleta. Y los que están delante y detrás son un poema. El de delante tiene el parachoques en el suelo y el tubo de escape colgando, aparte de tener toda la pintura arañada. Y el de atrás…
-¡Joder! –exclama Montse llevándose las manos a la boca y mirando de lado a lado.
El coche nuevo de su jefe. Golpeado por todo el frontal, la pintura ha saltado en ciertos puntos y  la rejilla hundida, cortesía de la bola de remolque que la mujer tenía en su coche.
Montse vuelve al coche, coge un bolígrafo y uno de los tickets de parking tarifado. Cierra el coche, y empieza a apuntar la matrícula del coche de la mujer detrás del ticket de aparcamiento. Apunta matrícula, marca, modelo, color, todo. Una vez apuntado lo guarda en el bolso y marcha hacia la oficina.
-¡Madre mía, qué tarde llego! -se dice a sí misma en el ascensor.
Al llegar arriba, sale por la puerta, da los buenos días a la recepcionista y va directa al despacho de su jefe.
-¡Montserrat! –Dice una voz masculina grave- ¡Está usted despedida!
-Pero señor Blázquez, déjeme que yo le explique…
-No hay nada que explicar, esto es más duro para mí que para usted.
-Señor Blázquez, debe dejarme que le explique… -mostrando el papelito del parking.
El señor Blázquez desaparece de la escena dejando a Montse con la palabra en la boca. Toda la oficina se ha hecho eco de la noticia y Montse se siente observada por todos. Algunas y algunos se acercan a mostrar su tristeza y otros a agradecer su estancia en la empresa. Está en estado de shock. No da crédito de lo que acaba de ocurrirle. La mirada vaga perdida por toda la oficina. Quince años dándolo todo, quince años salvándole el culo al bastardo del jefe que acaba de humillarla en público.
Recoge sus cosas y sin mediar palabra con nadie se mete en el ascensor. Va hacia su coche, abre el maletero y deja los trastos. Se sienta, mete la llave y se derrumba a llorar, llora desconsolada apoyando la frente en el volante. Llora con tristeza. Se tira del pelo y se araña la cara, golpea el volante con ahínco. Ahora llora con rabia. De repente se frena, respira acelerada, se mira en el retrovisor interno. Sale del coche, abre el maletero de nuevo, levanta la alfombrilla y coge el bate de béisbol de su hijo.
Va en dirección al coche del señor Blázquez. Rompe en mil pedazos la luna delantera, destroza los retrovisores, todos los cristales los hace añicos, no deja ni un hueco sin que quede golpeado. Rompe los faros, los cuatro, los antiniebla, los parabrisas, el techo solar, amenaza al camarero del bar de enfrente para que le dé un cuchillo para rajarle todas las ruedas. Mete la mano por el cristal para abrir la puerta, baja los asientos de atrás para llegar hasta el maletero y rajarle también la rueda de repuesto. Vuelve al bar, devuelve el cuchillo, exige una garrafa de vinagre, la consigue, rocía toda la tapicería de cuero con vinagre, la devuelve al bar, esconde el bate de béisbol en su maletero y se sienta al volante.
Se ríe, carcajea a gusto, vuelve a llorar. Ahora de la risa. Arranca el coche y desaparece dejando su huella en la empresa.


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