Entro de golpe en el
coche y cierro de un portazo. La lluvia está aumentando por momentos y después
de haber hecho un sol radiante durante todo el día, no llevo paraguas ni
chubasquero que me ampare. Me pongo el cinturón, enciendo la radio y arranco el
coche.
Giro a la izquierda,
cedo el paso en la siguiente calle y salgo a la principal donde un semáforo en
rojo me hace detener. El repiqueteo de la lluvia en el cristal me hace tener
ganas de ir al baño. Aún queda, así que no pienso en ello. Reanudo la marcha en
cuanto la luz verde ilumina mi cara. Entro en la rotonda, doy una vuelta de
180º y me meto en la calle de los chinos. No es que pertenezca a ningún chino,
pero está minada de negocios asiáticos. Ponen tiendas de ropa y artículos una
al lado de la otra. Se ve que allí no miran lo de la competencia. O todas las
tiendas pertenecen a un gran chino, claro. La lluvia no cesa y eso hace que
inconscientemente recuerde que debo pasar por el baño.
Al final de la calle
tuerzo a la izquierda de nuevo y después repito maniobra a la izquierda. Paso
los grandes almacenes y pongo el intermitente para cambiar al carril izquierdo
ya que a escasos veinte metros veo un coche parado en doble fila con las luces
de emergencia.
Cuando uno busca la palabra amabilidad en el diccionario, no te
habla en ningún momento de momentos al volante. Nadie me deja avanzar por el
carril por mucho que haya querido cumplir las normas de seguridad vial, así que
obligado me tengo que detener justo detrás del molesto señor Doble Fila.
Reconozco que empiezo a mearme seriamente y que el hecho de estar sentado me
alivia. Miro por el retrovisor y veo más luces que en un estadio de fútbol.
Pasan tres, seis, ocho, y hasta diez coches bajo mi atenta mirada. Nadie frena para
dejarme pasar. Todo el país se llamó esta mañana. Se dijeron que yo iba a estar
atrapado en una calle detrás de un coche mal aparcado. Hablaron de que no iba a
aparecer la policía para multar al infractor que impedía seguir mi camino o en
su defecto hacerle circular, así que qué mejor momento para pasar todos,
absolutamente todos, por esa calle. Me fijo y hay una cola tremenda de luces,
es mi fin, mi destino describía que moriría atrapado en una calle normal,
dentro de mi coche bañado en pipí de adulto. Cierro los ojos e intento
concentrarme para aguantar. Intento no ser débil y salir a mear cual can. Yo
tengo más clase, aunque si esto sigue así no aseguro nada.
Un golpe tremendo me
hace abrir los ojos. Justo detrás veo que la larga cola ha frenado debido a una
colisión entre ellos. Ni parpadeo. Arranco haciendo derrapar las ruedas y dejo
atrás esa maldita calle.
Toca buscar
aparcamiento. No es tarea fácil y evidentemente, cuando necesitas de verdad, es
cuando no esperes que haya. Doy una vuelta por las callejuelas secundarias y a
lo lejos, después del cruce, veo un hueco. Me detengo ante la señal de ceda el paso. Si lo sé, ni me paro. A mi
derecha venía un Seat Panda, del año que España ganaba Eurovisión y al volante
quizás, la creadora del certamen musical.
La buena mujer tuerce
en la dirección que iba a tomar e ipso facto inicio yo mi marcha. Las ganas de
mear se me habían camuflado. Ya tenía parking y estaba en casa. Lo había pasado
mal pero todo acaba.
No me lo creo, la
señora me hace pegar un frenazo de dejar mi cara casi tatuada en el volante. No
ha puesto intermitente y tiene la grandeza de quitarme el sitio en toda mi
cara. Y ahora sí que las ganas de abrazar el retrete cobran fuerzas. ¿Quién le
dio el carnet a esa mujer? Primer intento, ¡Uy! Segundo intento, ¡Casi! Tercer
intento, ¡Así ni lo sueñe! Cuarto intento, ¡Gire la rueda, gire! Pero gire…
¡PUM, bordillo! Quinto intento, doble colisión trasera y triple frontal y al
son del pin pon aparca de aquella manera. No puedo más, necesito ya un sitio,
aparcar, subir, y mear aunque sea por fuera de la taza.
Vuelvo a dar otra
vuelta, me fijo en todo espacio de más de un metro vacío. Vado, vado, vado,
minusválidos, vado, vado, otro minusválido, línea amarilla, vado, ¡Sitio!
Me sonríe la suerte
ahora. En toda la puerta. Pongo mi intermitente, hago la maniobra y aparco a la
primera. Si no tuviera la urgencia que tengo, hubiera subido a casa a por la
cámara de vídeo y después de grabarme le entregaría a la señora Cuéntame la primera lección para
estacionar un vehículo.
Empujo la puerta del
portal y hoy, está cerrada. Hoy hay que abrir con llave. Hoy. Meto la mano en
el maletín y a ciegas tomo la llave y entro. Hago como una fuerza imperiosa por
dentro para retener el líquido que cada vez más noto que recorre mi cuerpo
buscando una salida.
Vivo en el octavo piso.
El ascensor está en el octavo piso. Sí, alguien con mala uva inventó lo de
poner el letrero arriba de la puerta del ascensor para saber en qué piso está
en cada momento. Para si vienes con prisa, te encuentres en la situación que
estoy yo. Bailo con las llaves en la mano mientras miro descender los números y
espero ansioso. Abro la puerta, entro y marco el número ocho unas siete veces.
A ver si así se cierra antes la dichosa puerta de seguridad. Cuando era pequeño
eso no existía. Veía pasar las puertas de cada piso por delante, y hasta mi
hermana y yo, osados nosotros, poníamos la mano retando a nuestra suerte.
Suerte que hoy, está claro, me abandonó en el momento que dejé la consulta del
dentista.
Alzo el pie izquierdo,
luego el derecho, sigo bailando, me la aprieto a través del pantalón, sufro,
sufro mucho. Me detengo en el quinto piso. Mira que he pulsado doscientas veces
el botón. Pues no, alguien se adelantó desde otro piso. Abren la puerta y me dicen
que si bajo. Le digo no y que lo siento y me pregunta por mi madre. Yo también
me estoy acordando de la suya pero no se lo pregunto. Salgo del ascensor y
cortésmente le cedo para que entre y baje. Sonrisa falsa, le cierro la puerta
sin escuchar lo que me dice y subo las escaleras de dos en dos y a la carrera.
Preparo la llave, la
introduzco, no paro de bailar, llevo el ritmo incorporado. Giro y noto que no
pasa la llave, no gira. ¡Bien! Alguien con pocas luces dejó la llave por dentro
pasada. Toco el timbre. Reviento el timbre. Soy una mezcla de Safri Duo con
Phill Collins. Mi madre abre y aún se pregunta que a qué viene tanta prisa, que
voy a quemar el timbre. Le doy un beso casi deslizándome en su mejilla, suelto
el maletín y abro el baño que está cerrado. Mi hermana grita y me dice que está
ocupado. Pienso en la soberana idiotez de intentar abrir una puerta de un baño,
ver que está cerrada y acto seguido oír la palabra ocupado. Le pregunto que qué le queda, que necesito entrar. Apaga
el secador, abre y señalándome la taza del váter me mira diciéndome que no
vendré meándome. ¡No puede ser! ¡¿Dónde está el maldito váter!?
Pienso en mear en el
lavamanos, en la esquina del pasillo o en el escote de mi hermana. Mi madre me
recuerda que por qué no hice mis necesidades en el dentista, que qué pasa en la
consulta, que si no tienen baño o qué. Los que no tenemos baño somos nosotros.
Bailo La Macarena, el Aserejé y algo de los Chunguitos. Me dice mi hermana que
vaya a casa de la vecina que así ha quedado con ella hasta que mañana nos
coloquen de nuevo el retrete.
Salgo al balcón, me la
saco y meo ático abajo. Siento un alivio parecido al de un orgasmo. La presión
en mi barriga noto como va descendiendo a medida que voy meando. Meo y meo con
la cabeza echada hacia arriba, los ojos cerrados y empapándome todo. Oigo de
fondo a mi madre que qué hago, que si eso no es normal, que dónde aprendí ese
tipo de cosas y que no la deje en evidencia.
Me la sacudo, la
escurro y la guardo como un tesoro dentro del pantalón. Enfrente, me fijo en la
cara incrédula de la vecina que me tiene enamorado, mirándome fijamente con el
ceño fruncido y la mano en la boca. Levanto mi mano empapada de lluvia o de
orín y la saludo. Sin responder cierra la cortina con gesto furioso y
desaparece en el horizonte de mi mirada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario