El día era lluvioso,
lúgubre. La calle estaba vacía, los comercios ni abrieron a pesar de la grave
crisis económica que estaba sufriendo el país. Una pareja de ancianos pasaba un
día más con muchas dificultades. Tanto por la salud, como por el bolsillo.
-Mor, ¿Te tuesto el pan
para acompañar el revoltillo de acelgas y endivias? –preguntó Consuelo.
Su marido Anselmo
respondió con una encogida de hombros y un gesto alicaído.
-Levanta el ánimo.
Saldremos de esta. Los Ángeles tarde o temprano caerán del cielo y harán
justicia a dos pobres viejos como nosotros –insiste Consuelo.
-Tantos años… Toda una
vida destinando tú sudor y el mío en forma de billetes… Para que ahora tengamos
que agradecer el poder dormir en la cama que llevamos durmiendo más de veinte
años.
-Por eso le rezo a Los
Ángeles, para que se apiaden de nosotros. Venga, no pienses más, ven a la mesa
a comer.
Ambos se sentaron,
apagaron el televisor, bendijeron la mesa y tras darse la mano y amarse con la
mirada empezaron a comer.
-Soy feliz por tenerte,
tú eres lo que me da fuerzas en este dichoso cáncer, y en todos los problemas
que nos perturban últimamente. Te doy gracias por existir, te doy gracias por
haberte cruzado en mi camino hace ya más
de cuarenta años –comenta Anselmo.
-Mi vida, yo también
soy tan feliz, lo fui hace cuarenta y ocho años y lo sigo siendo ahora con
arrugas y sin dientes.
-Bueno, dientes sí
tienes Chelito.
-¡Bah! Son postizos
–restaba importancia Consuelo.
-Bueno, tu nieta con
veinte años tiene postizas las tetas –exclama el anciano.
Las risas se apoderaron
de la cocina y sus miradas quedaban hipnotizadas y entrelazadas.
Sonó el timbre.
Bruscamente además. De los ojos de Consuelo saltaron lágrimas al vacío. Anselmo
torció el gesto, dejó la comida en la mesa y fue a abrir la puerta.
-Señor Costa y señora
Velázquez, venimos a desahuciarles de su vivienda, rogamos no pongan
impedimento –dijo un hombre en el rellano junto a un policía local.
-No somos asesinos ni
traficantes, somos dos pobres ancianos, déjenos vivir, se lo imploro
–arrodillado pedía clemencia.
Consuelo corrió al
encuentro para intentar convencerles pero lo único que halló fue un empujón a
su marido que tumbó al suelo formándole una pequeña herida en la cabeza.
-¡No tienen ustedes
vergüenza! –gritaba Consuelo.
Los ancianos no paraban
de llorar arrodillados en una esquina. Anselmo hasta tenía dificultades
respiratorias.
Un hombre de unos dos
metros de altura y de considerable anchura, entró por la puerta a espaldas del
policía local y el hombre trajeado. Cerró la misma muy suavemente y extrajo de
dentro de su negra gabardina una pistola con silenciador. Disparó al cráneo del
agente y acto seguido al del hombre trajeado, cayendo éstos al suelo ante la
atónita mirada del matrimonio mayor.
El hombre enfundó el
arma y sacó un teléfono móvil. Se quitó los guantes y marcó un número.
-Jume, soy Pompei.
Manda al equipo de limpieza al número 24 de la calle Infinito. Otro desahucio
evitado sin mayores problemas.
Colgó el teléfono y lo
introdujo en el bolsillo interior de la gabardina.
-Señora, señor, es un
placer haber evitado una injusticia más. No se preocupen por los cadáveres,
quedará limpito como una patena –sonrió-. Los Ángeles les saludan y les desean
una feliz vida.
Y sin más, abrió la
puerta y desapareció entre la nada. Anselmo y Consuelo se abrazaron en el suelo,
se besaron con las manos entrelazadas y vida en sus miradas.
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